En esta jornada del 12 de junio, cuando el mundo entero conmemora el Día Mundial contra el Trabajo Infantil bajo el lema “Los avances son claros, pero aún queda mucho por hacer: ¡aceleremos nuestros esfuerzos!”, el llamado no puede ser más claro ni más apremiante.
A pesar de los logros institucionales alcanzados en los últimos años y de la disminución relativa de los casos en ciertas regiones del planeta, persiste una dolorosa realidad, millones de niños y niñas continúan siendo empujados al trabajo, vulnerando sus derechos, truncando sus infancias y perpetuando círculos de pobreza que degradan el tejido humano de nuestras sociedades.
En todo el mundo, más de 160 millones de niños trabajan, no por elección ni vocación, sino por la imposición de un sistema que ha sido incapaz de garantizarles lo básico como comida, educación, salud y protección.
Son vidas pequeñas sometidas a cargas grandes. En América Latina y el Caribe, la cifra asciende a más de diez millones, muchos de ellos inmersos en labores de alto riesgo o atrapados en actividades informales que los alejan de las aulas y los encadenan al ciclo de la exclusión.
En República Dominicana, aunque el marco legal avanza y las instituciones dan señales de compromiso, el fenómeno persiste en formas visibles e invisibles.
Desde niños trabajando en el sector agrícola y en las calles, hasta menores que laboran sin remuneración en el ámbito doméstico, lo que está en juego no es solo una estadística, es la dignidad de un país que se mira al espejo de su futuro y debe preguntarse con honestidad qué rostro desea mostrar.
El trabajo infantil no es una problemática aislada, ni mucho menos una tradición cultural como algunos erróneamente alegan, es el síntoma de una estructura social fracturada por la desigualdad, la falta de oportunidades y la naturalización de lo inaceptable.
Mientras existan familias sin acceso a ingresos dignos, sistemas educativos sin cobertura efectiva y políticas públicas sin enfoque territorial real, el fenómeno se perpetuará bajo nuevas formas, más difíciles de detectar pero igual de destructivas.
No basta con declarar fechas ni repetir consignas, es hora de exigir a las autoridades acciones firmes, sostenidas y verificables, políticas de protección social con rostro de infancia, escuelas abiertas, equipadas, con maestros formados y presencia activa en las comunidades vulnerables. Necesitamos sanciones reales a quienes empleen menores en sus negocios y un compromiso fiscal y ético de parte del Estado para que ningún niño o niña tenga que trabajar para sobrevivir.
Pero también es hora de interpelar a la sociedad, a los medios de comunicación que deben ir más allá del morbo y la fotografía anecdótica, a las empresas que deben auditar sus cadenas de valor y garantizar que no haya ni una gota de sudor infantil detrás de sus ganancias. También a las iglesias, que deben recuperar su rol profético y denunciar esta injusticia desde el púlpito. A cada ciudadano y ciudadana, que debe dejar de mirar hacia otro lado cuando ve a un niño vendiendo en la calle, cuando contrata mano de obra infantil o cuando calla por comodidad.
La erradicación del trabajo infantil no es una utopía, es una obligación moral, política y jurídica. Es un mandato que no se pospone porque cada día de espera es una niñez perdida. Y una nación que pierde su infancia, pierde su alma.
Desde elnaguero.com, nos unimos a las voces de quienes luchan por un país donde ningún niño tenga que cambiar el juego por el trabajo, la escuela por el machete, la risa por el silencio.
Los avances son claros, sí. Pero la deuda es demasiado alta como para dormirnos en los laureles. Aceleremos los esfuerzos. Hagámoslo por ellos. Hagámoslo por todos.