Vivimos en una época hiperconectada, donde la posibilidad de expresar ideas, opiniones y denuncias es más accesible que nunca. Las redes sociales, plataformas digitales y medios alternativos han democratizado la palabra, permitiendo que voces antes invisibilizadas ocupen un espacio en la conversación pública.
Pero esta libertad, tan necesaria como peligrosa, puede convertirse en un arma de doble filo cuando se ejerce sin responsabilidad, sin fundamento y sin conciencia del impacto que genera.
En ese contexto, el caso del supuesto investigador Ángel Martínez en República Dominicana representa un punto de inflexión para replantear la relación entre libertad de expresión y difamación, entre derecho a opinar y deber de prudencia.
Las tecnologías de la información han transformado la manera en que las sociedades se informan, opinan y se relacionan. Sin embargo, este avance ha traído consigo una confusión preocupante, pues, muchos ciudadanos asumen que por el simple hecho de tener acceso a un teclado y una cuenta en redes sociales, sus palabras están exentas de consecuencias.
Esa percepción de impunidad ha alimentado un nuevo tipo de “libertinaje del lenguaje”, donde la frontera entre la crítica legítima y la calumnia deliberada se vuelve cada vez más borrosa.
En el ecosistema digital contemporáneo, el poder de la palabra escrita o dicha frente a una cámara de celular es inmenso.
Basta una publicación para destruir reputaciones, generar linchamientos mediáticos o activar mecanismos judiciales. Y aun así, se sigue creyendo que “opinar” lo justifica todo, cuando en realidad el derecho a expresarse conlleva también la obligación de hacerlo con responsabilidad y respeto.
Tal es el caso de Ángel Ramón de Jesús Martínez Jiménez, conocido popularmente como Ángel Martínez, se autodefinía como investigador internacional, con supuestos vínculos con agencias de inteligencia.
Desde hace más de una década ha ganado notoriedad en medios alternativos y redes sociales, haciendo denuncias de alto calibre, principalmente contra figuras del gobierno, empresarios y funcionarios dominicanos.
Sin embargo, el tono sensacionalista, la falta de pruebas verificables y el uso reiterado de acusaciones sin respaldo lo han llevado a enfrentar múltiples querellas por difamación e injuria.
En junio de 2025, Martínez fue arrestado en Puerto Plata por hacerse pasar por agente federal de los Estados Unidos sin ningún tipo de autorización oficial.
Desde entonces, enfrenta al menos ocho procesos judiciales en República Dominicana, promovidos por personalidades como la exviceministra Milagros De Camps, la ministra Faride Raful, el dirigente Guido Gómez Mazara, el periodista Vargavila Riverón, y el diputado Sergio Moya.
Las acusaciones en su contra incluyen no solo la publicación de noticias falsas, sino también la manipulación de imágenes, el chantaje, el fraude y la extorsión.
Hoy, en lugar de continuar con sus denuncias incendiarias, Martínez ha adoptado un tono más conciliador.
En entrevistas recientes se ha mostrado vulnerable, pide disculpas por algunas de sus declaraciones pasadas y alega un deterioro severo de salud.
El giro es revelador, pues quien durante años se escudó en la “libertad de expresión” para atacar sin filtro, ahora apela a la compasión del público y de la justicia para evitar mayores sanciones.
En la República Dominicana, como en muchas democracias, el derecho a la libertad de expresión está consagrado constitucionalmente.
El artículo 49 de la Constitución garantiza el derecho a expresar libremente pensamientos, ideas y opiniones. Sin embargo, ese mismo artículo aclara que este derecho no es absoluto y debe ejercerse conforme a límites establecidos por la ley, especialmente cuando se trata de preservar el honor, la vida privada y la integridad de las personas.
La Ley 53-07 sobre Crímenes y Delitos de Alta Tecnología y el Código Penal Dominicano establecen claramente que la difusión de informaciones falsas, el uso de identidades falsas y la injuria pública constituyen delitos sancionables (Congreso Nacional, 2007).
Así lo ha entendido el Ministerio Público, que ha solicitado medidas de coerción contra Martínez, incluyendo una garantía económica de 10 millones de pesos, impedimento de salida del país y presentación periódica.
Uno de los aspectos más preocupantes del fenómeno que representa Ángel Martínez es la facilidad con la que la desinformación circula en el entorno digital. En muchas ocasiones, sus afirmaciones han tenido mayor difusión y credibilidad que las aclaraciones oficiales o las evidencias judiciales.
Esta situación evidencia un problema estructural, y es que, la sociedad hiperconectada está más dispuesta a creer el escándalo que la verdad, a consumir la emoción antes que la verificación.
Este no es un problema exclusivo de periodistas o “influencers políticos”.
Todos, como ciudadanos digitales, tenemos el deber de ejercer nuestra libertad de expresión con criterio. Publicar una opinión no debería ser sinónimo de atacar, compartir una noticia sin verificarla contribuye a un ecosistema tóxico donde la verdad es la primera víctima.
En tiempos donde lo inmediato prima sobre lo reflexivo, urge una ética del lenguaje, ser prudente no es callar; es pensar antes de hablar. Es medir antes de herir, es asumir que la libertad de expresión no es un cheque en blanco, sino un privilegio que se ejerce con madurez.
El caso de Ángel Martínez no debe ser visto únicamente como un escándalo más en la crónica judicial dominicana. Es, sobre todo, una advertencia sobre los peligros de confundir opinión con injuria, y libertad con irresponsabilidad. Su historia, de alguna manera, simboliza lo que sucede cuando se usa el poder de la palabra sin el freno de la conciencia.
Hoy más que nunca, en una sociedad conectada y emocionalmente volátil, se impone el deber de escribir con verdad, con respeto y con responsabilidad. Porque las palabras no son inocuas, y en un mundo donde todo se amplifica, pueden ser también armas que lastiman o puentes que construyen.
La elección está, siempre, en nuestras manos.