Era Viernes Santo. En una de tantas playas del país, una madre se tapaba los oídos mientras tomaba a su hija de apenas cinco años de la mano. A su alrededor, una docena de bocinas retumbaban con letras que exaltaban la violencia, la sexualidad y el irrespeto.
Allí, entre frituras, cerveza, motores y música a todo volumen, nadie parecía notar la incomodidad de aquella niña, ni el desconcierto de su madre, que buscaba desesperadamente un espacio para respirar en paz.
Esa escena, aunque no tuvo titulares, se repitió muchas veces durante años. Hasta que, en 2025, el Ministerio de Interior y Policía decidió ponerle freno.
Lo hizo con acciones claras, directas, pero necesarias. Prohibió las tarimas, las fiestas improvisadas, las bocinas gigantescas en playas y balnearios durante el asueto.
La ministra Faride Raful fue la voz oficial que anunció las medidas, y por ello pagó un precio alto: una ola de críticas, memes y burlas que inundaron las redes sociales. Se convirtió, sin quererlo, en el blanco perfecto de una sociedad que aún se resiste a aceptar el orden como parte de su cultura.
Las disposiciones eran puntuales: nada de luces de discoteca, ni carpas gigantes, ni bocinas con decibeles desbordados. Nada de fiestas masivas en espacios públicos pensados para la recreación familiar.
A cambio, se desplegó un operativo con más de 25,000 agentes policiales, 2,400 soldados y 4,577 vehículos para garantizar la seguridad ciudadana.
El resultado fue contundente: una reducción del 44.8 % en delitos contra la propiedad, 34 % menos atracos y casi un 48 % menos robos, en comparación con el año anterior.
Pero no bastó. No fueron suficientes los números ni los hechos. La narrativa pública se impuso. La ministra fue acusada de “aguafiestas”, de querer “acabar con la alegría del pueblo”.
Y así, lo que debía ser un paso hacia una convivencia más justa y ordenada, terminó convertido en una batalla de percepciones, donde muchos prefirieron aplaudir el desorden que defender el derecho de todos —en especial de los más vulnerables— a disfrutar de una Semana Santa en paz.
Imaginemos a ese padre que se prepara con ilusión para llevar a sus hijos a una playa. Carga la neverita, empaca juguetes, bloqueador solar, toallas, meriendas.
Pero al llegar, se encuentra con una batalla sonora. Dos o tres vehículos han tomado la orilla como suya. Suben sus bocinas al máximo, y las canciones que se escuchan no hablan de amor ni de fe, sino de sexo, drogas, dinero y violencia.
¿Qué opción tiene ese padre? ¿Irse? ¿Pelear? ¿Aislarse en un rincón?
Esta es la pregunta central que muchos no se hicieron antes de arremeter contra las medidas del Ministerio.
Porque esta no era una prohibición por capricho, era una defensa del espacio público como lugar de encuentro intergeneracional, de familias completas, de niños que no deberían ser expuestos a ese tipo de estímulos en plena niñez.
¿De verdad estamos dispuestos a seguir defendiendo el derecho de unos pocos a contaminar el ambiente sonoro de todos?
Hay una distorsión peligrosa en nuestro concepto de libertad. Algunos creen que libertad es hacer lo que se quiera, donde se quiera, cuando se quiera. Pero la verdadera libertad solo existe si está acompañada del respeto a los derechos de los demás. El uso del espacio público requiere normas, límites y convivencia. No se puede aceptar que una minoría imponga su estilo de vida a costa del bienestar general.
La Semana Santa es un tiempo de recogimiento para muchos. Para otros, es un momento de descanso, reflexión o simplemente para compartir en familia. Pero en ningún caso debería ser excusa para el caos, el ruido extremo o la apropiación indebida de playas y ríos.
El Estado no está para coartar libertades, está para garantizar que todos podamos ejercerlas sin atropellar a nadie.
Es fácil hacer memes. Es fácil burlarse en redes sociales. Es fácil subir una historia diciendo “nos quitaron la diversión”. Lo difícil es mirar más allá de uno mismo. Lo difícil es pensar en los padres que tuvieron por fin una playa tranquila para sus hijos.
Lo difícil es reconocer que la música que para algunos es “alegría”, para otros es un atentado a la niñez. Lo difícil es admitir que hay normas que debemos cumplir, aunque no nos gusten.
Y lo más difícil, quizá, es entender que Faride Raful no actuó sola. Lo hizo en el marco de una política de Estado, de una ley que existe hace años, y que simplemente no se aplicaba. Ella, como ministra, solo decidió asumir el costo de hacerla cumplir. ¿Por qué eso molesta tanto?
El problema es más profundo. Vivimos en una cultura donde el desorden se ha normalizado. Donde los motoristas andan sin casco, sin documentos, sin seguro.
Donde muchos conductores no tienen licencia, ni siquiera saben lo que implica manejar. Donde la ley es un obstáculo y no una guía.
En ese contexto, medidas como las de Semana Santa parecen “extremas”. Pero en realidad, son una tímida muestra de lo que deberíamos hacer siempre: aplicar la ley, garantizar el orden, proteger al débil, al niño, al envejeciente. Y para eso se necesita algo más que operativos.
Se necesita educación, conciencia social, voluntad política y respaldo ciudadano.
Faride, la villana que no lo fue
No es la primera vez que una figura pública paga el precio de hacer lo correcto. Pero pocas veces se ha visto con tanta claridad como esta vez.
Faride Raful, con todas las críticas que puedan hacérsele, hizo lo que debía: cuidar los espacios públicos, proteger el interés colectivo, organizar el desorden. Y lo pagó con ataques personales, con burlas crueles, con acusaciones sin sustento.
Este editorial no busca santificarla. Busca reivindicar el valor del orden en una sociedad que ya no puede seguir premiando el caos.
Y sobre todo, busca llamar a la reflexión: ¿queremos un país donde nuestras hijas puedan disfrutar de una playa sin escuchar letras vulgares? ¿Queremos espacios públicos seguros para nuestros hijos? ¿Queremos Semana Santa de vida o de muerte?
Si la respuesta es sí, entonces el orden no es negociable. Y la ministra Raful, lejos de ser culpable, fue simplemente quien decidió asumir la responsabilidad que muchos otros evitaron.
Amaury Reyna Liberato, director/jefe de redacción elnaguero.com