El martes 8 de abril de 2025 dejó de ser una fecha cualquiera para convertirse en un tatuaje colectivo en el alma dominicana. Esa madrugada, el colapso del techo de la discoteca Jet Set, en pleno corazón de Santo Domingo, nos desgarró.
221 vidas se apagaron bajo los escombros, entre ellas, las de padres que nunca volvieron a casa, hijos que salieron a celebrar y nunca regresaron, familias enteras reducidas al silencio del luto. A la fecha, más de 255 personas resultaron heridas, decenas permanecen hospitalizadas, muchas luchando por seguir respirando.
Rubby Pérez, “la voz más alta del merengue”, cantaba en tarima cuando el mundo se vino abajo. Era su último concierto. También fue el último para otros músicos, para jóvenes que bailaban, para parejas que celebraban aniversarios, para amigos que compartían cervezas y risas en lo que parecía una noche más. No lo era. La muerte los esperaba desde el techo, agazapada entre el hierro oxidado y la estructura vencida.
En medio de ese horror, emergieron los verdaderos héroes. Más de 400 rescatistas, entre bomberos, miembros de la Defensa Civil, unidades médicas, la Cruz Roja y voluntarios sin nombre ni uniforme, trabajaron día y noche, durante cuatro jornadas interminables, levantando pedazos de concreto con las manos, cavando con desesperación, gritando nombres entre el polvo.
Algunos lloraban mientras sacaban cuerpos sin vida; otros se desplomaban de cansancio, pero no se detenían. Sus ojos cargaban el mismo dolor que los de los familiares apostados afuera del cordón policial, clamando por noticias, aferrados a la esperanza o a una prenda ensangrentada como único consuelo.
Hay padres que no podrán volver a besar a sus hijas. Hay niños que preguntarán, por semanas, por qué mamá no volvió del concierto. Hay esposas que duermen ahora en camas demasiado grandes, y madres que esperan con la cena servida a hijos que no regresarán nunca.
En un país donde el dolor suele ser fugaz, esta vez la herida es tan profunda que no hay discurso oficial que la cubra, ni decreto de duelo que alivie el llanto. Por eso, esta Semana Santa no puede ser la misma de siempre. No debemos permitirlo.
Semana Santa 2025 debe ser una pausa, un alto solemne en medio del caos, un suspiro colectivo. No es tiempo de fiestas ni excesos, no es momento de música a todo volumen ni de playas atestadas. Es tiempo de recogimiento. De hablar en familia. De abrazar fuerte. De mirar al cielo y preguntar a Dios por qué.
La mejor forma de honrar a nuestros rescatistas no es con aplausos, es con respeto. Ellos también están rotos. Sentimentalmente agotados. Físicamente destruidos. Merecen descanso. Merecen que cuidemos nuestras vidas para que no tengan que salir otra vez a buscarnos entre ruinas.
Los cementerios aún no terminan de abrir sus brazos para recibir a los muertos. Las funerarias no dan abasto. Las velas siguen encendidas. Las oraciones no cesan. Por eso, esta Semana Santa debe doler. Porque en el dolor también se aprende.
Que el país entero guarde silencio. Que los templos se llenen. Que las familias conversen. Que los amigos se reúnan no para brindar, sino para mirarse a los ojos y decirse cuánto se quieren. Que haya tiempo para Dios, para el alma, para reconstruirnos.
No es solo una tragedia. Es una llamada. A cambiar. A frenar. A vivir distinto. Que esta tristeza nos transforme. Que el llanto de hoy sea la semilla de un país más humano, más prudente, más unido.
Honremos a nuestros muertos con vida. Honremos a nuestros héroes con silencio.
Amaury Reyna Liberato, jefe de redaccióm de ElNaguero.com