El 12 de octubre de 1492, una fecha histórica conocida como el «Descubrimiento de América», sigue siendo motivo de debate y reflexión en toda América Latina, y especialmente en República Dominicana, donde se asentaron los primeros colonos europeos en el Nuevo Mundo. Tradicionalmente, se ha presentado como el inicio de un encuentro entre dos culturas: la europea, representada por los conquistadores españoles liderados por Cristóbal Colón, y las civilizaciones indígenas que habitaban estas tierras, en particular, los taínos en la isla que hoy compartimos con Haití, llamada Quisqueya por sus habitantes originarios.
Sin embargo, al observar los hechos desde una perspectiva más crítica, surge la pregunta: ¿fue realmente un «encuentro» o más bien un exterminio cultural y físico de los pueblos indígenas?
Es cierto que la llegada de los europeos introdujo cambios profundos en el continente, tanto a nivel cultural como económico, dando paso a un intercambio de saberes, tecnologías y productos que eventualmente transformaron ambas partes del mundo. De este proceso nació el mestizaje, y con él, una nueva identidad en países como República Dominicana, donde la mezcla de sangres indígenas, africanas y europeas definió nuestra población actual.
Sin embargo, la idea romántica de un «encuentro» entre dos mundos desconoce el dolor y la destrucción que acompañaron la colonización. Para los taínos, esta llegada no fue un intercambio igualitario, sino el inicio de la devastación. Los primeros años tras el «descubrimiento» fueron testigos de masacres, explotación a través del sistema de encomienda, y la introducción de enfermedades europeas como la viruela, que diezmaron la población indígena.
En pocos años, los taínos, que alguna vez fueron la civilización predominante en la isla, se extinguieron casi por completo. Para 1519, apenas quedaban vestigios de esta civilización que había florecido en Quisqueya. La explotación a manos de los colonizadores, la esclavitud forzada y las condiciones infrahumanas aceleraron este trágico proceso de desaparición.
República Dominicana fue, por lo tanto, escenario de uno de los primeros episodios de exterminio cultural en las Américas. La imposición de la lengua, la religión y las costumbres europeas sofocaron cualquier posibilidad de supervivencia cultural taína. Lo que llamamos «descubrimiento» en realidad marcó el comienzo de una colonización brutal, donde los habitantes originales de estas tierras perdieron su libertad, su identidad y, en muchos casos, su vida.
Hoy, el 12 de octubre nos obliga a reflexionar sobre cómo la historia ha sido narrada, especialmente en un país como República Dominicana, donde la mezcla de culturas es nuestro orgullo, pero cuyo origen está manchado por sangre y sufrimiento. El término «encuentro» minimiza el impacto devastador que tuvo la colonización europea en los pueblos indígenas.
No se trata de negar el legado mestizo que hoy nos define, sino de reconocer el costo humano que tuvo su origen. Así, podemos entender mejor nuestro pasado y honrar a aquellos que lo perdieron todo en el proceso.
Este día nos invita a recordar que el «descubrimiento» no fue una celebración para todos, y que las culturas indígenas no fueron descubiertas, sino sometidas y casi borradas de la historia. Al reflexionar sobre esto, también honramos su legado, que aún vive en la tierra, las tradiciones y, en algunos casos, la sangre de los dominicanos.
Si bien ambas visiones tienen lugar en la narrativa histórica, la realidad se inclina hacia un exterminio cultural y físico más que hacia un verdadero encuentro. El «descubrimiento» significó la aniquilación de una civilización que nunca tuvo oportunidad de dialogar de igual a igual con los recién llegados. Este día, más que una celebración, debería ser una oportunidad para reconocer el precio que pagaron los pueblos originarios y para construir una memoria histórica más justa y honesta sobre los orígenes de nuestra identidad.
El 12 de octubre nos recuerda que, detrás de la historia oficial, se esconden las voces de aquellos que fueron silenciados para siempre, pero cuyo espíritu sigue resonando en cada rincón de nuestras tierras.