El reciente desmantelamiento de una banda de extorsionadores que operaba desde la cárcel de Puerto Plata no es un hecho aislado. Es la confirmación de una crisis profunda en el sistema penitenciario dominicano, donde la falta de controles, la permisividad y la posible complicidad de las autoridades han permitido que los centros de reclusión se conviertan en oficinas del crimen organizado.
La Policía ha hecho su trabajo al identificar y desarticular esta red delictiva. Sin embargo, el problema no termina ahí. El acceso de los privados de libertad a teléfonos móviles y redes de comunicación, sumado a la facilidad con la que manejan operaciones fraudulentas desde las mismas instituciones que deberían aislarlos del delito, demuestra que el Estado ha fracasado en la implementación de medidas que erradiquen esta práctica.
A pesar de que la Ley 113-21 prohíbe el uso de dispositivos electrónicos por parte de los reclusos, la realidad en las cárceles dominicanas refleja otra historia. Las autoridades han reconocido que alrededor del 90% de las llamadas fraudulentas en el país se originan desde las prisiones, lo que evidencia una falla sistémica en el control y supervisión de estos recintos.
La corrupción, la ineficacia de las medidas de seguridad y la falta de consecuencias reales para quienes facilitan la entrada de estos equipos han permitido que las prisiones se conviertan en centros operacionales del crimen, donde la justicia y la ley parecen tener poco alcance.
Se han hecho anuncios. En octubre de 2024, el Instituto Dominicano de las Telecomunicaciones (Indotel) destinó RD$300 millones para la instalación de bloqueadores de señal en cuatro centros penitenciarios: El Pinito (La Vega), Kilómetro 15 de Azua, Anamuya (Higüey) y Rafey (Santiago). Sin embargo, hasta la fecha, la implementación de estos dispositivos ha sido limitada y enfrenta desafíos técnicos, como la afectación de comunidades aledañas.
Mientras el gobierno sigue buscando soluciones a medias, la delincuencia dentro de los centros penitenciarios sigue operando con total normalidad, afectando a ciudadanos que, desde fuera, se convierten en sus víctimas.
La pregunta es inevitable: ¿cómo ingresan los celulares y dispositivos a las cárceles? La respuesta no es un misterio. La corrupción interna dentro del sistema penitenciario es evidente y sistemática. No es posible que con los controles que supuestamente existen, estos aparatos sigan llegando a manos de reclusos sin que nadie sea responsable. El problema no es la falta de normas, sino la falta de voluntad para aplicarlas.
Mientras las autoridades emiten comunicados y realizan promesas, los ciudadanos siguen siendo víctimas de estafas, extorsiones y amenazas orquestadas desde las propias instituciones que deberían garantizar seguridad.
Es inadmisible que el gobierno, con todos los recursos disponibles, no haya podido –o no haya querido– aplicar las soluciones que desde hace años se han planteado.
No es suficiente con detener a los responsables de una banda si el problema estructural persiste. No es suficiente con anunciar proyectos de bloqueadores de señal si estos nunca se implementan o si su instalación se convierte en otro proceso burocrático sin resultados.
No es suficiente con admitir que los presos tienen acceso ilegal a tecnología si no se toman medidas inmediatas para impedirlo.
El Estado tiene una deuda pendiente con la seguridad ciudadana. No basta con desmantelar bandas si se permite que otras sigan operando desde el mismo sistema penitenciario.
No basta con señalar a los responsables si no hay sanciones contundentes para quienes facilitan la corrupción dentro de los recintos. No basta con promesas si la realidad es que, año tras año, las cárceles siguen siendo el epicentro de negocios criminales que afectan a toda la sociedad.
Las autoridades tienen que actuar, y deben hacerlo ya. No pueden seguir ignorando este problema. La impunidad no puede seguir siendo la norma en el sistema penitenciario. La delincuencia no se combate con discursos ni con planes que nunca se ejecutan. Se combate con decisiones firmes, con medidas reales y con la voluntad de enfrentar un problema que, hasta ahora, ha sido ignorado por quienes tienen el poder de resolverlo.
Por Amaury Reyna Liberato, director de ElNaguero.com