Este Viernes Santo, como cada año, la tradición católica nos invita a contemplar uno de los acontecimientos más trascendentales de la fe cristiana: la pasión y muerte de Jesucristo.
Más allá del ritual o del simbolismo, este día representa una pausa obligatoria en el ritmo habitual de la vida. Una pausa no solo para la contemplación espiritual, sino también para la reflexión humana más profunda sobre el sentido del amor, el sacrificio y el perdón.
Jesús de Nazaret fue condenado injustamente, torturado y crucificado, no como resultado del azar ni de una conspiración política, sino como expresión voluntaria de entrega total.
En el momento de mayor oscuridad, cuando el abandono y la humillación lo envolvían, eligió no responder con odio ni con violencia, sino con misericordia y esperanza. Pronunció palabras de perdón para quienes lo crucificaban y confió plenamente en la voluntad del Padre.
Ese acto no es una escena del pasado congelada en el tiempo. Su resonancia atraviesa generaciones porque interpela el corazón humano en lo esencial.
El Viernes Santo nos recuerda que el verdadero poder no está en la imposición, sino en la renuncia; que la grandeza no se mide por el dominio, sino por la capacidad de amar sin condiciones; y que la justicia no siempre grita, pero siempre resiste, incluso desde una cruz.
Este año, la conmemoración del Viernes Santo ocurre bajo la sombra de una de las tragedias más dolorosas que ha golpeado recientemente a la sociedad dominicana; el colapso del techo de la discoteca Jet Set, que segó la vida de más de doscientas personas y dejó heridas físicas y emocionales imposibles de calcular.
La magnitud de este hecho ha dejado al país entero en luto, y nos recuerda con crudeza lo frágil que es la existencia humana, lo impredecible del sufrimiento y la urgencia de construir una cultura que valore más la vida, la responsabilidad y la solidaridad.
En este contexto, el mensaje del Calvario adquiere una dimensión aún más profunda. La cruz no es solo el símbolo del cristianismo; es también el espejo donde se reflejan nuestras propias sombras como sociedad: el dolor de las familias que hoy lloran, la impotencia de quienes buscan justicia, la necesidad urgente de respuestas y consuelo.
Pero también es, al mismo tiempo, la promesa de que la entrega sincera, la compasión desinteresada y la fe inquebrantable no son en vano.
Este día no se celebra con fiestas ni con ruido. Se conmemora con respeto, con silencio interior y con recogimiento. Es una oportunidad para reencontrarnos con lo esencial, para evaluar nuestras propias actitudes ante el dolor del otro y para preguntarnos cuánto de nosotros está dispuesto a sacrificarse por un bien mayor.
Desde esta redacción, invitamos a toda la ciudadanía a vivir este Viernes Santo desde el espíritu que le dio origen. Que nuestras acciones, palabras y pensamientos estén alineados con los valores de humildad, entrega y perdón que representa esta jornada.
Que no se trate simplemente de un día libre o de descanso, sino de un momento sagrado para el alma y para la conciencia.
En medio del duelo, de la confusión y de la tristeza, el eco de la cruz nos recuerda que la esperanza no ha muerto. Que incluso desde el dolor más profundo, el amor sigue siendo posible. Que aún en la oscuridad, la luz no deja de nacer.