Tengo la firme convicción de que viajar es un reseteo para el alma, no importa si sales del país o haces turismo interno, el exponernos a lugares, culturas, gente, situaciones diferentes supone muchas veces enfrentar nuestros miedos, sacar provecho a nuestras cualidades, descubrir debilidades (físicas y mentales) y, si es posible, superarlas.
A veces viajar puede limitarse a ir a una provincia cercana, simplemente salir de nuestra zona de confort, otras veces es ir a lugares tan lejanos como inimaginables, todo depende del tiempo y el presupuesto con que se cuente, en cualquiera de los casos la experiencia puede resultar emocionalmente gratificante.
Los motivos o razones pueden ser varios, para conocer, divertirse, aventura, relajarse, retarse, olvidar, recordar o por simple gusto, citen ustedes otros.
Usualmente vamos con expectativas a los lugares y estas pueden ser llenadas o no, por lo general, cuando un lugar nos gusta o nos reta en cualquier sentido termina conquistándonos, esa fue mi experiencia cuando subí al Pico Duarte hace ya 3 años, cuando regresé a la ciudad escribí sobre ello pero nunca lo publiqué, ¡Que diantres! Alguien puede sentirse identificado y quizás hasta motivado para hacer esa extraordinaria travesía que realizan muchas personas o por lo menos sentir el gusanito de visitar lugares nuevos.
El pico nos conquista
A principios del año 2016 me embarqué en una travesía que había sido desde hace tiempo una de mis metas personales, subir al Pico Duarte; como es mi costumbre fui buscando aventura, pero la naturaleza me ofreció una experiencia diferente que abarcó mucho más.
Podría escribir decenas de párrafos hablando de las maravillas que se observan durante la excursión a la montaña más alta del Caribe y que, aún sin pretenderlo, despiertan nuestra sensibilidad: esplendorosos paisajes donde el verdor de los árboles en las montañas, las cristalinas aguas de los ríos que las surcan y el hermoso cielo adornado de nubes son los reyes; valles (como el de Bao y el de Lilís) cuya contemplación quita el aliento, caminar entre y por encima de las nubes, el sol que al salir y ponerse parece tomar como escondite las lomas, y un majestuoso cielo nocturno que al mirarlo da la impresión de que podemos tocar las estrellas con tan solo extender la manos; parece increíble que sea el mismo cielo que miramos en la ciudad.
Son esas bondades de la naturaleza las que a su vez nos ponen en contacto directo con nuestras fortalezas y debilidades, tanto las físicas como las mentales.
Lo escarpado de algunas subidas (que a veces parecen interminables) pone a prueba nuestra resistencia, el frío, debido en parte a la altitud y que en algunas zonas alcanza temperaturas bajo cero grados, es un compañero constante que nos puede hacer añorar el inclemente calor de verano, pero que durante las largas caminatas, que se pueden extender hasta a doce horas por día, es un aliado importante.
Si a todo ello agregamos que la experiencia implica dormir en el suelo (y créanme no se ablanda) y acampar, quien no sea un aventurero amante de la naturaleza no se embarcaría en tal proyecto, pero el mismo vale cada segundo invertido.
Este viaje fue para mí revelador en varios aspectos: caminar un promedio de 10 horas diarias con pocos y cortos periodos de descanso me puso a pensar sobre el tiempo y esfuerzo que ha invertido la humanidad en su proceso de evolución, emigrando constantemente en busca de lugares con acceso a agua, alimento, cobijo, y poniendo a prueba el ingenio para sobrevivir; aunque en el planeta todavía existen sociedades nómadas, los avances del ser humano haciendo uso de los recursos que brinda la naturaleza es extraordinario.
Eso me condujo a la siguiente reflexión: el uso y cuidado de los recursos naturales; amén del oro, plata y otros minerales que se explotan en esta media isla el agua es nuestro mejor tesoro; conocer los lugares de donde proviene el agua que nos permite vivir, tener la oportunidad de beberla fresca y cristalina directamente de los ríos, sumergirme en ellos y recorrer parte de su largo trayecto hacia los embalses que la almacenan y distribuyen a las comunidades, me dio un recordatorio de que el agua potable es escaza, y su protección debe estar por encima de los intereses económicos porque es un asunto de vida.
Yo tuve la fortuna de ir con un grupo comprometido con la preservación del medio ambiente, que disfruta de los lugares respetándolos y se compenetra a tal punto que al final del viaje quieres que sigan formando parte de tu círculo (porque la inclemente naturaleza puede sacar lo mejor o peor de las personas, en este caso fue la solidaridad), compartir con ellos, así como con los guías del Ministerio de Medio Ambiente, fue un genuino reseteo para mi alma.
Esos valiosos chicos (cuyos nombres ya no recuerdo L por el tiempo que esperé para empezar a escribir, perdón) que no asistieron a la universidad aunque se prepararon a nivel técnico para ejercer sus funciones, dan una verdadera cátedra sobre la importancia de cuidar nuestro entorno, no usan palabras rebuscadas pero su mensaje es contundente porque viene del amor por la naturaleza, junto a ellos, al calor de una fogata y chocolate caliente para tratar de mitigar el frío que esa noche hacía en Compartición (donde acampamos), recordé no solo que cada día podemos aprender cosas nuevas sino que en cada persona podemos encontrar un mar de sabiduría.
No crean que todo fue color de rosa, en ocasiones el cansancio era tal que estuve a punto de pedir un mulo, pero no lo hice (se lee feo, pero ustedes me entienden), descubrí mi claustrofobia al verme dentro de una bolsa de dormir tipo oruga (me sentí morir), el acostumbrarme a respirar normalmente a tales alturas fue todo un proceso y, por último, pero no menos importante, descubrí que el frío no es mi mejor amigo.
Pero todo ello, con sus altas y bajas, me hizo poner en perspectiva no solo cuestiones de mi vida sino de la naturaleza, de nuestro país, del mundo y, por supuesto, me inspiro a seguir viajando.
Por: Carolina Rodríguez Taveras
Oriunda de Cabrera